Desde hace 17 años, una pareja de balcarceños asiste a comunidades guaraníes de la selva de Misiones

Desde hace 17 años, una pareja de balcarceños asiste a comunidades guaraníes de la selva de Misiones

Enrique Clavería junto a su pareja Ester Pérez, realizan desde el 2007 una labor solidaria, ayudar a comunidades aborígenes de la provincia de Misiones, concretamente a tribus guaraníes. Gracias al apoyo de la comunidad balcarceña, algunos allegados y empresas. se encargan de recorrer más de 1.800 kilómetros trasladando comida, ropa, medicamentos, útiles escolares y cualquier tipo de elementos que ayuden a la iniciativa.

Enrique y Ester se acercaron hasta la redacción de El Diario para contar su historia. Hace 17 años, a Enrique le diagnosticaron una enfermedad terminal, «me dijeron que me quedaban seis meses de vida, poco tiempo después de recibir la noticia me entero a través de un portal en internet sobre la situación que vivían las comunidades guaraníes en Misiones, ahí tomé una decisión. Le dije a mi señora, vayamos a Misiones a ayudar a esas comunidades, con la mitad de nuestro capital vas a vivir toda tu vida, a mí me quedan seis meses, vamos a usar esa mitad que queda para ayudar», contó Enrique.

A los dos días salieron en su camioneta rumbo a Posadas, Misiones, compraron harina, azúcar y leche en polvo, llegaron hasta Concepción de la Sierra y pasaron la noche allí. «Es un pueblito casi abandonado, no había ni estación de servicio para cargar combustible». Al día siguiente se dirigieron a la localidad más cercana, Santa María, su punto de destino. «Fuimos en busca del intendente para que nos ayude a localizar el lugar donde vivían estas comunidades aborígenes, pero ese día no estaba, un arroyo se había desbordado la noche anterior y le impedía llegar al pueblo desde su quinta».

Decidieron entonces ir hasta la comisaria, que se encontraba en medio de una plaza, a buscar información, solo había dos policías. «’Nosotros le vamos a decir a donde ir, pero los tenemos que acompañar porque no van a saber cómo llegar. Y también pasarlos a buscar, porque no van a poder salir sin un guía’, nos dijo uno de los policías», relató Enrique. «Cerraron la Comisaría y nos acompañaron a través de caminos muy angostos, donde apenas puede pasar un vehículo. Llegamos a la comunidad aborigen, ubicada a 30 kilómetros del pueblo, el primer lugar que visitamos fue la escuelita, hecha de tres paredes de madera, con techo de paja  asientos construidos por los mismos chicos», comentó.

Todos los días, una maestra se traslada desde San Javier, una localidad ubicada a orillas del río Uruguay, hasta la escuela a dar clases a los niños guaraníes. «La primera vez que visitamos a la comunidad fuimos presentados ante el cacique, un chico de 19 años, porque si no hablamos primero con él no podemos hacerlo con nadie. Con ellos aprendimos muchas cosas de su cultura, de cómo se ganan la vida y también sus necesidades».

En aquel lugar conviven dos comunidades guaraníes, las mujeres tejen canastas y bolsos con tiras de hoja de palma, cada una de ellas con diferentes colores, rojo, que lo sacan de la tierra colorada, y con diferentes plantas sacan pigmentos para confeccionar el resto de colores. Una vez que están terminados salen a la ruta a vender», indicó el balcarceño. Enrique contó que ambas comunidades habitan esa tierra con una condición, el dueño del campo les exige, cada noche, que uno de ellos cuida la tranquera de su campo.

En uno de nuestros viajes trajimos a Balcarce a Daniela, una chica guaraní de 19 años que estaba con seis meses de embarazo. «Estaba muy delgada, el medico de un CAPS que estaba cerca de donde viven aquellas tribus nos dijo que era muy probable que la chica muriera al dar a luz. Así que no lo dudamos y la trajimos a vivir con nosotros a Balcarce», relató Ester. Daniela dio a luz a Enrique, nombrado así en honor al protagonista de esta historia, el niño guaraní balcarceño. «Cuando cumplió los 3 meses de vida el médico pediatra nos dijo que ya podía viajar, y eso hicimos, viajamos a Misiones y se lo entregamos a su papá», contó Ester. El pequeño Enrique tiene ocho años, Ester y Enrique son sus padrinos.

Ester conto que la gran mayoría de los integrantes de las tribus son indocumentados, con muy poco acceso a la educación y a los servicios como electricidad y agua. «Muchos son peones golondrinas, trabajan tres meses en campos de tabaco, otros tres en los de yerba y por último en el té. Todos ellos empleados de Ramón Puerta, exgobernador de Misiones y expresidente de la Nación».

«Tienen maneras de vivir y creencias muy diferentes a las nuestras, hay tribus que tienen servicio de luz, que se los otorga el Municipio de Santa María, como la «Raka Miri». Pero otras, como «Ojo de Agua»,  no lo tienen porque lo consideran una ofensa para su dios Tupá. Entre sus costumbres, las mujeres pasan de adolescente a mujer por intermedio del padre de la joven o el cacique de la tribu. Solo después de esa ceremonia pueden contraer matrimonio».

Hoy Enrique y Ester son parte de la familia, y padrinos de muchos chicos guaraníes de Misiones, «comemos lo mismo que comen ellos como reviro misionero, cola de pecarí, de yacaré, ¡hasta termitas!, tienen mucha vitamina», contó con una sonrisa Enrique.

«Con lo que hemos visto de todos los gobiernos, que no brindan casi nada de asistencia a estas comunidades, preferimos hacerlo por nuestra cuenta. El gobierno les da un pequeño subsidio por mes y la comida se la facilitan ellos mismos, a través de la caza o la recolección. El cacique siempre nos dice, si quieren seguir ayudando tienen que hacerlo con los obreros que trabajan en la yerba y el té, porque Puerta no les paga con dinero, sino con bonos. El bono solo puede cambiarse en un almacén, en donde les cobran el producto el doble y si lo quieren cambiar por dinero le descuentan un 20%, un bono de mil vale 800 pesos, ese es Ramón Puerta», aseveró Enrique.

Las escuelas que son de frontera, como la de Colonia Monteagudo que es una de las ultimas que visitamos el año pasado, no tienen diferentes grados, como a lo mejor son 15 chicos, un profesor les enseña todo, a leer, escribir y sumar. Es una enseñanza mínima, pero el maestro nos dice que lo que quiere para los chicos es que coman y que sepan lo fundamental para cuando el día de mañana tengan que administrar dinero no los engañen.

«Llegó un momento que de tantas idas y vueltas no soportábamos el desapego con los chicos, los extrañábamos mucho. Uno de nuestros ahijados nos dice: ‘madrina, yo no sé escribir, pero si le hago un dibujito, ¿usted también se lo lleva?’ y nosotros nos vamos llorando. Así que decidimos comprar una casa en Misiones para ir más seguido y estar cerca de ellos. Este año vamos a volver», concluyó Ester.